Riosucio, Chocó, no sólo carga con la pesada cruz de la violencia y la corrupción, sino con un enemigo más sutil, más perverso: el olvido. Este olvido no pide permiso, no golpea la puerta; simplemente se instala, se enraíza, y, lo más cruel de todo, hace que dejemos de notar su presencia porque hasta él mismo se olvida de que está allí.
En el Atrato, ese gigante que nunca duerme, las noches transcurren en un eterno lamento. No hay una hora exacta para señalar el instante más sereno del río, porque su caudal parece arrastrar el dolor de un pueblo que no conoce descanso. La inversión social brilla por su ausencia, como lo hacen las soluciones a los problemas que han marcado a fuego la historia de este rincón olvidado de Colombia. Gobernantes corruptos que se llevaron no solo el dinero, sino también la esperanza; infraestructuras que nunca llegaron más allá del papel; y una comunidad que, ahogada en el silencio, parece resignarse a un destino que no eligió.
Los riosuceños sienten miedo. Miedo de que su pueblo no avance. Miedo de que sus calles, sus ríos, su gente, y hasta sus rezos, hayan sido olvidados por el gobierno. Los campesinos, guardianes de la tierra, ven cómo los frutos de su esfuerzo se pierden en caminos imposibles, porque las vías de acceso siguen siendo un sueño distante. Mientras tanto, el comercio municipal se desmorona y las oportunidades se van como el agua entre los dedos.
Aquí, en este rincón donde todo parece detenerse, los problemas se vuelven rutina. La pérdida de bienes públicos, como volquetas, pala grúas, entre otros, se convierte en un secreto a voces. “Que el tiempo lo borre”, parecen decir quienes se apropian de lo que pertenece al pueblo, confiando en que el olvido sea su mejor aliado.
Pero hay heridas que ni el tiempo puede borrar. Este 28 de noviembre se cumplen cuatro años del voraz incendio que arrasó con tres manzanas del barrio Benjamín. Una tragedia que dejó luto, dolor y promesas incumplidas. Las familias damnificadas siguen esperando las viviendas que les fueron prometidas. Cuatro años de paciencia, cuatro años de desesperanza, cuatro años de olvido estatal. Y no es la primera vez: los incendios se han vuelto una sombra constante, y la respuesta siempre parece ser la misma. Las familias afectadas son relegadas al olvido, como si su sufrimiento fuera una moneda que se juega al azar.
Y en medio de esta desolación, los riosuceños se hacen una pregunta inquietante: ¿qué pasa con la silla de los alcaldes? Cada elección trae consigo un desfile de promesas que se desvanecen tan rápido como los votos se cuentan. Las palabras se convierten en letras muertas, y la esperanza de un cambio se diluye en la amarga realidad de un pueblo que sigue sediento de oportunidades.
Pero no todo está perdido. El olvido no puede ser nuestro destino. Es momento de romper el silencio, de exigir cuentas, de reclamar lo que es nuestro por derecho. Los recursos que llegan a Riosucio no pertenecen a los gobernantes; pertenecen al pueblo, a quienes día a día luchan por sobrevivir en medio de la adversidad. Es hora de unir nuestras voces y luchar por un futuro diferente, un futuro en el que las llamas de la esperanza no se apaguen nunca más.
Riosucio no está condenado a ser un pueblo olvidado. Si bien el camino es arduo, la historia puede cambiarse. Pero el cambio no llegará si seguimos permitiendo que el olvido sea el dueño de nuestras vidas. Es tiempo de recordar, de resistir y de renacer. Porque este pueblo, aunque herido, todavía late. Y ese latido es la señal de que aún hay esperanza.
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