En Urabá, 14 comunidades de 3 resguardos indígenas se benefician de los proyectos.
En tierras de pobreza y olvido, donde las pocas alegrías las regalan los ríos y el sol, así arda en los cuerpos, el mar y el barro son antídoto contra la tristeza, viene floreciendo la esperanza.
Llegó hace ya cuatro años, cuando la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO, echó a rodar Conexión BioCaribe, un proyecto enfocado a establecer conectividad en los ecosistemas protegidos de los departamentos de Sucre, Córdoba, Bolívar Chocó y Antioquia, con beneficio para comunidades étnicas en los territorios más olvidados.
Por estar selva adentro, el progreso ha llegado poco a estas comunidades, que habitan a orillas del mar y los ríos, si son afrodescendientes; y en extensas e impenetrables llanuras o montañas, si son indígenas. Por eso, en la alianza con la FAO, ellas sienten que les ha cambiado la vida.
En la vereda El Porroso, en la zona rural de Mutatá en los límites con la selva chocoana, Wilson Andrés Díaz Morales, presidente de la Junta de Acción Comunal, cuenta cuál ha sido su mayor lección aprendida en este proceso.
“Este terreno en el que estamos era una finca ganadera grande, pero no tenía límites con el río (León), el potrero llegaba hasta la orilla, y estábamos logrando dos cosas: destruirlo y soportar inundaciones que acababan con los pastos, los cultivos y el ganado. Con este proyecto establecimos una franja de 15 metros de distancia con el río a través de tres hileras de árboles nativos”, narra mientras bebe sorbos de limonada en totuma, con la que intenta espantar la sed que da el estar a más de 30 grados de temperatura.
Las tres hileras de árboles están bien definidas: una formada con los que denominan de contención, que busca frenar la erosión del afluente para evitar inundaciones y que se trague el predio. Otra con frutales, que provee alimento para las familias y la fauna silvestre. Y la tercera con maderables que ayudan al sustento de las familias.
María Isabel Ochoa, coordinadora de Conexión BioCaribe, explica que el proyecto busca, con la implementación de sistemas que combinan conservación y producción, desarrollar corredores que conecten biodiversidad.
“Implementando bosques a orillas de ríos y quebradas ya llevamos 130 kilómetros recuperados. En Antioquia estamos enfocados en las comunidades de Mutatá, Dabeiba, Turbo y Chigorodó”, afirma.
La comunidad del trigo
Más adentro de la selva, hacia donde ya no hay carretera sino caminos de herradura por los que solo pasan mototaxis sorteando huecos, lodazales y matorrales, está la comunidad indígena Jaikerazabi, del resguardo de Mungodó, donde se trabajan tres actividades productivas: una de huertos mixtos caseros; otra de siembra diversificada de cultivos, entre ornamentales, medicinales, frutales y maderables; y un agrosistema de cacao para consumo comunitario, que va creciendo.
“Más allá de los beneficios económicos, en esta comunidad la apuesta es por la conservación, por la gestión del agua, del suelo, del aire y de la alimentación como un derecho básico”, advierte David Navas, coordinador de los modelos de producción sostenible de la FAO.
Pero no se llegó a arrasar con la tradición indígena. Había un saber ancestral en las técnicas de cultivar y de proteger el ecosistema que se tuvo en cuenta para echar a andar BioCaribe.
Algo tímido al hablar, pero seguro de su conocimiento, Misael Bailarín, enlace de la FAO ante los Jaikerazabi, expresa que la restauración ecológica es importante, “pero la comunidad también propuso sembrar los frutales, porque es necesario el alimento para las familias, por eso tenemos los huertos mixtos y productos para autoconsumo”.
Mientras un grupo de mujeres indígenas, vestidas con atuendos de colores y con rayas oscuras pintadas en la nariz y el mentón, que simbolizan el trigo, se dedican a danzar, su líder Bailarín afirma que ya hay sembradas 11 hectáreas de cacao. De estos proyectos se benefician 13 comunidades de los tres resguardos indígenas de la región.
Chocó, en el color del mar
Lejos de allí, en el Chocó, azul y verde, mar y selva, donde danzan y se cruzan el Atlántico y el río Atrato, están los consejos comunitarios de Tarena y Marriaga, pertenecientes a Unguía, donde las comunidades afrodescendientes ejecutan proyectos agrícolas, forestales y de pesca buscando su autosostenibilidad y la conservación del territorio.
Estas comunidades, que por décadas fueron testigos de la guerra que subversivos y paramilitares libraban en el Atrato, avizoran una segunda oportunidad. Los proyectos son tan diversos, como amplias las afugias.
En Marriaga, que era un pueblo de pescadores, ahora se trabaja el ecoturismo protegiendo el río y los ecosistemas asociados. La tarea la ejecuta toda la comunidad.
“Por acá hoy en día hay mucho flujo de turistas y lo que menos queremos que vean es contaminación, el río debe ser nuestro orgullo y si no lo cuidamos, él nos cobra tarde o temprano”, dice Luz Marina Acosta, su lideresa.
En Tarena, a una hora de Marriaga por el Atrato, la comunidad protege un mangle para intentar que el pescado no se acabe y llegue la hambruna al territorio.
“Yo vivía en Acandí, pero un día vine de visita acá, conocí el amor y me quedé. Ahora trabajo en la protección del mangle, que es el lugar donde los peces llegan a descansar y dormir y esto nos garantiza que no lo pueden coger tan pequeño”, asegura Isadora Reales Vergara. En total hay 70 kilómetros y 70 hectáreas sembradas de mangle.
En El Roto, otro pueblo a media hora por el río, el pescado se agotó y la FAO llegó con un proyecto de cultivo de abejas, al que le están apostando decenas de familias .
“Antes uno podía vivir del pescado, pero ya no. La sedimentación del río y la llegada de extraños que cogen los peces pequeños y se los llevan acabaron con el recurso y mejor estoy cultivando colmenas, nos está yendo mejor, por lo menos me levanto y trabajo en algo seguro, la pesca era una incertidumbre”, cuenta Daniel Valoyes, de 24 años, casado y con una hija a la que quiere asegurarle el porvenir.
Y así, entre selvas, ríos y el Caribe azul e infinito a la mirada, se construye el futuro de más de 4.000 personas beneficiarias de Conexión BioCaribe, que está a un año de concluir, pero que les dejará a las comunidades proyectos montados, líderes capacitados y la autoestima suficiente para que sigan el camino.
“Ellos deben ser capaces de andar solos”, dice María Isabel Ochoa, la coordinadora del proyecto. De lo contrario no tendría sentido el proceso. La idea es que sean independientes, así los primeros pasos no los hayan dado acompañados.
Vía: El colombiano.